En el atardecer marino, alrededor de la hoguera, Odiseo embelesa con sus relatos de aventureros viajes por sitios desconocidos y estadías en islas lejanas, a hombres y mujeres, mientras una niña de ojos asombrados le reclama una historia de hipocampos y sirenas.
Sentada en la barca, con los pies en el agua, como un viviente mascarón de proa, una mujer de flotante cabellera, fija la mirada adonde el cielo con el mar marcan el momento de la herida en el sangrante ocaso, de espaldas a la concurrencia.
En la noche de San Juan, mientras las sombras se alejan, hacia las rituales hogueras, transidas de hazañas, y legendarias vivencias, Odiseo, en su barca, recoge las redes, enciende faroles y prepara la cena. De pie, en la proa, la mujer aguarda el regreso de la luna, de sus viajes sin puertos, para reanudar con ella añoradas pláticas de otras noches serenas, atardeceres de oro y travesías de tormentas, mientras medita: ¡Ay, luna, “el mar…el mar…de tanto pensar en él tiene sabor a sal mi pensamiento!”
Y cuando ésta llega, le recuerda la concesión de su deseo, ruego dirigido, al arco de plata de la Luna, en su fase creciente. Y, además, la promesa de guardarle el secreto en las profundidades adonde siempre se aleja, permaneciendo oculta, tenebrosa y oscura como luna nueva para volver, luego, con su lámpara encendida iluminándolo todo, en medio del silencio. La Señora de la Noche, a cambio le revela, porqué contempla todo con su mirada triste y fría, al recordar la eterna lucha entre su constelado Orión y Escorpius, de tal manera, que cuando uno de los dos aparece, el otro se ausenta.
La mujer evoca interminables viajes por el océano embravecido, cuando sólo entre los brazos de Odiseo, su miedo desaparecía, mientras las olas susurraban quedo que la protectora de las mujeres, cumpliría su palabra y en nueve lunas, celebraría su ofrenda.
Y esperó, confiada, la consumación de ese deseo, junto al marino, en un interminable peregrinar de puerto en puerto, a través de la constante repetición de los ciclos y el eterno retorno del tiempo. La llenó de esperanzas un sueño en que la maternal luna orientaba las mareas hacia un muelle en el cual Odiseo anclaba por fin su barca andariega y, bajo un hechizante plenilunio, le alumbraba el vientre con un fulgor nuevo.
Pero, la novia celeste que encanta y maravilla, la inconstante Luna, olvida su promesa: Diana, al hombro su arco de plata regalo de los dioses, se escapa del cielo para salir de correrías por los tupidos bosques, con sus corzas y perros, evadiéndose de su cometido y deber sobre la vida y la muerte.
Y, cuando la mujer despierta, en una playa de frías aguas y caracolas muertas, descubre en el cenit, empalidecida y sin esplendor, la pequeña guadaña de la luna menguante en un amanecer ya sin estrellas.
Por eso, desde ese día, ella estará sin estar, él la mirará sin ver, reclinada en la proa, en medio de la niebla, y los dos verán partir, para no volver, a la niña que pedía historias de hipocampos y sirenas, dejando tras de sí un perfume de flores de Artemisa y un rastro de estrellitas en la húmeda arena.
La mujer, no querrá mirar la bóveda celeste después de que se oculte el sol, a esa hora en que, Selene, recién bañada en las aguas del océano, en su carro de plata, empieza a recorrer el firmamento. Ya no escuchará a Odiseo contar, a los oyentes encantados, sus relatos, los que cuenta, para seguir viviendo en ellos.
La mujer lunar imagina a su marino, lejos, muy lejos, levando anclas en su bogar de ensueño por el sendero astral que guía a los navegantes alucinados, cautivado por el canto de míticas sirenas; desde el cielo, el gran cazador Orión y sus dos perros lo contemplan, mientras, sobre el espejo ondulado y cambiante del mar, la luna bailarina, quiebra, desnuda, sus caderas.
La mujer lunar, Gulma Olguín
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